Folk Russian Mix
by Siberiann on Paul Lindstrom
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Cuando miro las fotos de la "pandilla" de huskies que me acompañaron durante mucho tiempo, siempre recuerdo las locuras que hacíamos incluso al aullar juntos en las noches: situación que hacía que mis padres no solo que nos lanzaran las chanclas para que vayamos a dormir y dejemos de fastidiar. Recuerdo, cuando miro esas fotografías con mis perros siberianos, un pedazo de Rusia de donde llegaron para hacer mi vida más bonita, más llevadera, más agradable.
Rusia: un país hermoso (independiente a la política y la situación actual que están atravesando) que tiene, como todos, una riqueza cultural que vale la pena investigar con una copita de vodka acompañada de una excelente zakuski en la mesa.
La música folk rusa es como un río profundo que lleva consigo siglos de historias, emociones y la esencia de un pueblo que ha vivido entre vastas estepas, bosques interminables y crudos inviernos. Si cierras los ojos, casi puedes imaginar a un grupo de campesinos alrededor de una fogata, cantando melodías que hablan de amor, guerra, cosechas o espíritus del bosque, mientras el viento susurra entre los abedules. Es una música que no solo se escucha, sino que se siente, como si estuviera tejida con los hilos de la vida cotidiana de generaciones pasadas.
Sus raíces se hunden en la antigüedad, mucho antes de que existieran registros escritos. En los tiempos de la Rus de Kiev, allá por los siglos IX y X, las canciones ya acompañaban los rituales paganos, las bodas y las celebraciones. Estas melodías, transmitidas de boca en boca, eran la memoria viva de las comunidades. Los eslavos orientales cantaban a sus dioses como Perún o Veles, y esas canciones, llenas de simbolismo, se mezclaban con cuentos de héroes y criaturas míticas como el pájaro de fuego o Baba Yaga. Con la llegada del cristianismo, esas tradiciones paganas no desaparecieron del todo; se transformaron, se adaptaron, y muchas canciones folklóricas comenzaron a incluir referencias cristianas, pero manteniendo ese espíritu antiguo, casi místico.
Los instrumentos también cuentan su propia historia. La balalaika, con su forma triangular y su sonido alegre, es quizás el más icónico, pero no está sola. La gusli, una especie de cítara antigua, lleva siglos acompañando a los narradores de bylinas, esas épicas historias cantadas sobre héroes como Ilya Muromets. Luego tienes el zhaleika, un pequeño instrumento de viento que suena como un lamento, y el acordeón, que llegó más tarde pero se convirtió en el alma de las reuniones campesinas. Cada uno de estos instrumentos no solo toca notas, sino que evoca un lugar, un momento, una emoción.
Algunas canciones fueron censuradas, especialmente las que hablaban de rebelión o de temas religiosos, pero otras fueron elevadas como símbolos de la "cultura proletaria". Los coros estatales, como el Coro del Ejército Rojo, tomaron elementos del folk y los llevaron a escenarios internacionales, aunque a veces perdiendo un poco de su espontaneidad.
Hoy en día, la música folk rusa sigue viva, aunque ha tenido que adaptarse a un mundo moderno. Hay grupos que rescatan las viejas canciones, grabándolas con un toque contemporáneo, mientras otros las mezclan con rock, jazz o electrónica. Festivales en lugares como Suzdal o Novosibirsk reúnen a músicos que tocan balalaikas y cantan como lo hacían sus antepasados, pero también hay jóvenes en Moscú o San Petersburgo que redescubren estas melodías en YouTube o Spotify. Es curioso cómo algo tan antiguo puede sentirse tan actual, como si las voces de hace siglos todavía resonaran en los auriculares de alguien en el metro.
Lo que no cambia es el alma de esta música. Es un reflejo de la resiliencia rusa, de su capacidad para encontrar belleza en la dureza de la vida. Cada nota, cada letra, lleva el peso de la historia, pero también la ligereza de la esperanza. Es como si, al cantar, los rusos dijeran: "Hemos pasado por todo, y aquí seguimos, cantando". Y eso, para muchos, hace que la música folk, no solo la de origen ruso sea tan especial.
La música folk rusa, con su riqueza emocional y su conexión con la tierra, ha dejado una huella profunda más allá de los escenarios campesinos o los festivales modernos; se ha colado en la literatura, el cine, la moda y hasta en otros estilos musicales, como un eco que resuena en diferentes formas de arte. Es como si esas melodías, cargadas de historias y sentimientos, no pudieran quedarse quietas y tuvieran que encontrar otras maneras de contarse.
En la literatura, la música folk rusa ha sido una especie de musa silenciosa. Los grandes escritores del siglo XIX, como Tolstói o Dostoievski, no siempre la mencionaban directamente, pero su espíritu está ahí, en las descripciones de las aldeas, en los cantos de los campesinos que resuenan en las páginas de Guerra y paz o en las referencias a las bylinas, esas épicas cantadas que inspiraron a Pushkin para escribir poemas como Ruslán y Liudmila.
Las canciones folklóricas, con sus relatos de amor imposible, héroes valientes o lamentos por la vida dura, dieron a los escritores un lienzo emocional para pintar sus historias. Incluso en el siglo XX, autores como Solzhenitsyn, que conocían el peso de la opresión, usaron el tono de las canciones populares para dar voz al alma rusa, esa mezcla de resistencia y melancolía que parece sacada de un coro de mujeres en un campo nevado. Es como si la música les diera a las palabras un ritmo, una cadencia que hace que las historias se sientan más vivas, más cercanas.
En el cine, la música folk rusa ha sido como un personaje más. Piensa en las películas de Tarkovsky, como Andrei Rublev: esas imágenes de paisajes vastos y crudos no serían lo mismo sin las melodías que evocan el sonido de la gusli o los coros que parecen surgir de la tierra misma. Directores soviéticos como Eisenstein también usaron elementos del folk en bandas sonoras para darle autenticidad a sus historias, como en Alexander Nevsky, donde la música de Prokófiev toma inspiración de las canciones populares para amplificar la épica.
Más recientemente, películas como Leviatán (2014) o incluso producciones internacionales que tocan temas rusos, como Doctor Zhivago, han usado esas melodías para crear una atmósfera que te transporta a la Rusia profunda, con sus contradicciones y su belleza áspera. Es como si la música folk fuera una especie de atajo emocional, una manera de hacer que el espectador sienta el peso de la historia sin necesidad de palabras.
En la moda, la influencia es menos evidente, pero está ahí si sabes dónde mirar. Los bordados coloridos, los patrones geométricos y las siluetas amplias de las blusas y faldas campesinas que vemos en la moda rusa tradicional tienen raíces en las mismas comunidades que cantaban esas canciones. Diseñadores como Viacheslav Zaitsev, conocido como el “Dior ruso”, tomaron inspiración de los trajes folklóricos, con sus sarafanes y kokoshniks, para crear colecciones que mezclan lo antiguo con lo moderno.
Incluso en la moda internacional, marcas como Gucci o Yves Saint Laurent han jugado con elementos rusos, como los chales estampados o las botas de fieltro valenki, que evocan el mundo rural donde la música folk era la banda sonora de la vida. Y no es solo ropa: en los desfiles, a veces se cuelan melodías de balalaika o coros tradicionales para darle un aire exótico y nostálgico. Es como si la música folk le diera a la moda una textura, un alma que va más allá de la tela.
Pero donde la música folk rusa realmente ha extendido sus alas es en su influencia en otros estilos musicales. En Rusia misma, compositores clásicos como Tchaikovsky, Mussorgsky o Stravinsky bebieron de esas melodías populares para crear obras que sonaban universales pero con un corazón ruso inconfundible. Cuadros de una exposición de Mussorgsky, por ejemplo, tiene pasajes que parecen sacados de una aldea perdida en la estepa. Fuera de Rusia, el folk ruso ha inspirado a músicos de todo tipo. En los años 60 y 70, cuando el folk global estaba en auge, artistas como Pete Seeger en Estados Unidos versionaron canciones rusas como Katyusha, llevándolas a públicos nuevos.
En el rock, grupos como The Red Army Choir, aunque más estilizados, llevaron el espíritu coral del folk a estadios llenos de fans. Hoy en día, la música electrónica y el folk se cruzan en proyectos como los de la banda rusa Theodor Bastard, que mezclan sonidos tradicionales con beats modernos, o en festivales donde el zhaleika se encuentra con sintetizadores. Hasta en el metal, bandas como Arkona toman las raíces paganas del folk ruso y las transforman en algo visceral y contemporáneo.
Lo fascinante es cómo la música folk rusa, con su simplicidad aparente, ha logrado colarse en tantos rincones del arte y la cultura. No es solo música; es un lenguaje que habla de la vida, del dolor, de la alegría, y que otros han tomado para contar sus propias historias, ya sea en un libro, una pantalla, un desfile o un riff de guitarra. Es como si esas canciones, cantadas hace siglos alrededor de una fogata, siguieran encontrando maneras de encender algo nuevo, de recordarnos que hay cosas que no mueren, que solo se transforman.
Es todo por hoy.
Relájense y disfruten del mix que les comparto.
Chau, BlurtMedia…