Guitar Mix

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Authored by @Siberiann

by Siberiann on Paul Lindstrom
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Para escribir esta publicación, consulté con una especialista. La llamé por teléfono y le conté lo que estaba pensando poxtear, le pedí que me ayudara con algunos datos importantes porque ella estudió en un conservatorio y yo sabía que al escucharla tocar algunas tardes que estuvimos en su casa en calidad e huéspedes, ella era la indicada para darme una pata de confianza.

Y sí que lo hizo bien porque después de una hora desde que nos despedimos de ella y de su marido que andaba por ahí ajetreado lidiando con su problema de zurdera y el mundo de los derechos, me envió al correo electrónico todo el reporte de uno de los instrumentos que he amado escuchar toda la vida en varios ritmos musicales.

Uno de los créditos de esta publicación se lo debo a mi querida Rebe, de la cuenta @rebejumper...

Ahora sí continúo.

Desde que el primer ser humano tensó una cuerda sobre una caja de madera y escuchó el susurro del viento convertido en sonido, la guitarra ha sido una compañera fiel del alma inquieta. No nació de golpe, como un rayo en medio de la noche, sino que fue creciendo, evolucionando, tomando forma entre las manos de viajeros, artesanos, soñadores. Su historia no es solo la de un instrumento, sino la de la voz humana buscando un eco.

Dicen que sus ancestros más remotos se pierden en Mesopotamia, donde hace más de cuatro mil años, los sumerios tallaban instrumentos de cuerda pulsada que semejaban laúdes. De allí, el germen viajó a Egipto, a Grecia, a Persia. En cada tierra, adoptaba un nuevo rostro: la cítara griega, el oud árabe, la vihuela medieval. Y en ese crisol de culturas, entre el sol del sur y los vientos del norte, comenzó a dibujarse algo que ya se parecía a lo que hoy llamamos guitarra.

En la España del siglo XV, la vihuela —instrumento de seis órdenes de cuerdas, afinado como una guitarra moderna— era el canto culto de los palacios. Mientras, en las calles, plazas y tabernas, una guitarra más humilde, con cuerdas de tripa y madera sin lustre, acompañaba a los pícaros, a los amantes, a los marginados. Era un instrumento de pueblo, con olor a vino, a tabaco, a pasión desbordada. Y fue allí, en ese contraste entre lo noble y lo popular, donde la guitarra encontró su verdadera esencia: un puente entre mundos.

Luego llegó el siglo XIX, y con él, un hombre: Antonio de Torres. Este carpintero andaluz no buscaba hacer revoluciones, solo construir bien. Pero en sus manos, la guitarra cambió para siempre. Alargó su caja, reforzó su tapa con un sistema de barras que multiplicó su resonancia, y definió las proporciones que aún hoy guían a los luthiers. Torres no solo construyó guitarras; construyó el alma sonora de un instrumento que por fin podía hablar con voz propia, sin esconderse tras la orquesta.

Entonces apareció Andrés Segovia, con su mirada serena y su pulgar indómito. Él tomó esa guitarra de Torres y la llevó a los grandes escenarios del mundo. La presentó como digna de Mozart, de Bach, de la música más elevada. No fue fácil. Los salones de concierto dudaban: ¿una guitarra? ¿esa cosa de gitano y taberna? Pero Segovia tocó, y el silencio que siguió a su primera nota fue la respuesta. La guitarra ya no era un acompañante; era protagonista.

Y mientras esto ocurría en Europa, en América, otra historia se tejía. En las plantaciones, en los barrios pobres, en las esquinas de Nueva Orleans o Memphis, la guitarra se empapó de blues, de jazz, de ritmos africanos. Fue eléctrica, fue distorsionada, fue gritada. Cuando Chuck Berry la agarró, cuando B.B. King la bautizó como "Lucille", cuando Jimi Hendrix la prendió fuego en Woodstock, la guitarra dejó de ser solo un instrumento: se convirtió en símbolo de rebeldía, de libertad, de juventud.

Hoy, la guitarra está en todas partes. En la mano de un niño que rasguea en una aldea remota, en los estudios de grabación donde se mezcla con sintetizadores, en las iglesias, en los bares, en los festivales. Ha sobrevivido a guerras, a modas, a tecnologías. Porque no es solo madera y cuerdas: es memoria. Es la canción que cantó tu abuela, el acorde que te enseñó tu amigo, la melodía que nació una noche de insomnio.

Y Rebe escribió algo que me gustó mucho: "Considero que la guitarra, cualquiera de sus tipos, no le pertenece a nadie, ni siquiera a los grandes maestros, ni a las marcas famosas, sino que le pertenece al que la toca con verdad porque cada rasgueo, cada vibrato, cada nota sostenida es un latido distinto". Y en ese latido, creo, yo también, que esta sigue viva la historia de todos los que la amaron, la construyeron, la soñaron, por eso, seguirá sonando, mientras haya alguien dispuesto a escucharla.

La guitarra nunca se quedó solo en los escenarios. Traspasó las cuerdas, saltó del pentagrama y se fue a vivir en los versos de los poetas, en el trazo del pincel, en el mármol, en la pantalla, en la tela de un traje, en el color de una mirada. No es solo un instrumento: es imagen, es metáfora, es símbolo.

En la literatura, ha sido testigo de amores imposibles, de duelos silenciosos, de almas errantes. Neruda la nombró como un corazón roto que canta; Lorca la envolvió en duende y muerte, la puso en manos de gitanos bajo la luna andaluza. En Bodas de sangre, el eco de una guitarra anuncia tragedia, como si el instrumento supiera más que los hombres. Y en las páginas de Cien años de soledad, aparece el coronel Aureliano Buendía, sentado en su taller, recordando una canción de juventud mientras la guitarra polvorienta cuelga en la pared, muda pero presente, como un fantasma de lo que fue.

En el arte, desde Velázquez hasta Picasso, la guitarra ha sido musa. En los bodegones de Zurbarán, reposa entre frutas y jarras, serena, casi sagrada. En los cubismos de Braque y Picasso, se descompone, se fragmenta, se reconstruye: seis cuerdas convertidas en geometría del alma. Y en el muralismo latinoamericano, aparece en manos de campesinos, obreros, revolucionarios: no como adorno, sino como arma de resistencia. La guitarra, en la pintura, no es objeto, es personaje.

En la escultura, ha sido moldeada en bronce, tallada en madera, suspendida en el aire como si flotara sin cuerdas. Hay esculturas que la representan rota, otras que la muestran creciendo como planta, enredándose con raíces. Una de las más conmovedoras es aquella en la que una guitarra se convierte en alas: como si el sonido pudiera volar. Y en plazas de ciudades como Almería, Granada o Buenos Aires, hay figuras de músicos abrazando su guitarra, eternizados en metal, como si el viento aún pudiera mover sus cuerdas.

En el cine, la guitarra ha marcado épocas. En El amor de los tres naranjos, de Buñuel, su sonido anuncia lo absurdo, lo onírico. En Paris, Texas, de Wim Wenders, la guitarra slide de Ry Cooder dibuja un desierto interior, un hombre que camina sin voz hasta que encuentra una cinta con una confesión amorosa. Y en Amores perros, el personaje de Octavio rasguea una guitarra vieja mientras planea huir con su cuñada: el sonido es torpe, real, humano. En Once, la guitarra acústica y el piano se entrelazan en una calle de Dublín, y con solo eso, se cuenta una historia de amor, arte y pérdida. La guitarra en el cine no siempre suena fuerte, pero siempre dice algo.

En la moda, ha sido estampado en camisetas, bordada en chaquetas de cuero, tatuada en la piel. Desde los trajes elegantes de los flamencos hasta las chaquetas rasgadas de los punks, la guitarra ha sido símbolo de identidad. En los sesenta, los hippies la llevaban colgada como si fuera un talismán. En los ochenta, los rockeros la estrellaban contra el escenario como ritual de destrucción y renacimiento. Hoy, diseños de alta costura han recreado su forma en vestidos, en bolsos, en joyas. No es solo un instrumento musical: es estética, es actitud.

Y en el color, ¿quién puede olvidar el rojo sangre de la Stratocaster de Hendrix, el negro brillante de la Les Paul de Jimmy Page, el blanco nupcial de la Gibson de John Lennon? El color de una guitarra cuenta una historia: el dorado del flamenco, el azul eléctrico del blues, el marrón cálido de la acústica de madera de cedro. Cada tono evoca un estado de ánimo, una época, una emoción.

Musicalmente, su evolución ha sido infinita. De la guitarra morisca medieval a la vihuela renacentista, de la guitarra barroca de cinco órdenes a la clásica de seis cuerdas del siglo XIX. Luego vino la acústica de caja grande, hecha para llenar salas, y después, la eléctrica: nacida en los años treinta, cuando los músicos de jazz y blues necesitaban sonar más fuerte que las orquestas. Fue Leo Fender y Les Paul quienes, casi sin quererlo, cambiaron la historia: con un diseño simple, una pastilla magnética y un cable, abrieron la puerta al rock, al metal, al punk, al shoegaze, aunque en lo personal, siempre prefiero lo clásico al escucharla. Como esta que me recomendó Rebe en el texto que me envió.

Hoy existen guitarras de siete, ocho, doce cuerdas; guitarras sin trastes, guitarras digitales, guitarras que se tocan con arco, con martillos, con voces. Hay guitarras hechas de papel, de cristal, de basura reciclada. Y también las hay híbridas: mezcla de acústica y eléctrica, de flamenca y jazzera, de oriente y occidente.

Pero más allá de los tipos, más allá de las marcas o los estilos, lo que permanece es su esencia: un puente entre el cuerpo y el alma. Porque no importa si es de madera noble o contrachapado, si suena limpia o distorsionada, si la toca un niño en una villa o un maestro en un teatro de mil butacas: cuando alguien pone sus dedos sobre sus cuerdas, ocurre algo mágico. El tiempo se detiene. El mundo se calla. Y por un instante, solo existe el sonido, y el corazón que lo necesita.

Es todo por hoy.

Disfruten del mix que les comparto.

Chau, BlurtMedia…


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