Pedalea con el Alma (SUNO)
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Viernes 7 de noviembre, 2025.
Nadie sabe con certeza quién fue el primero en montarse sobre dos ruedas alineadas y empujarse con los pies, pero todo comenzó mucho antes de que existieran los pedales, los frenos o incluso el acero ligero que hoy sostiene un cuadro de competición. A finales del siglo XVIII, en Europa, ya circulaban por senderos empedrados y caminos de tierra unos artefactos de madera con ruedas del mismo tamaño, sin sistema de transmisión, que se impulsaban con los pies a modo de patinete. Se les llamaba draisinas o "caballos corredores", y aunque parecían juguetes, fueron la semilla de algo mucho más grande.
Fue en Francia donde el barón Karl von Drais presentó en 1817 una versión mejorada de ese trasto, con dirección en la rueda delantera. Aún así, seguía siendo incómodo, lento y peligroso en bajadas. No fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando alguien tuvo la idea de añadir pedales directamente al eje de la rueda delantera. Nacía la llamada “bicicleta de rueda grande” o penny-farthing, con su desproporcionada rueda delantera que permitía avanzar más por cada pedalada, pero que también convertía cada caída en una caída de altura. Los ciclistas de entonces, casi siempre hombres de clase alta, vestían trajes completos y sombreros, y arriesgaban el cuello por el simple placer de moverse.
Todo cambió con la llegada de la “bicicleta de seguridad” en los años 1880: ruedas de tamaño similar, cadena que transmitía el pedaleo a la rueda trasera y neumáticos inflables, inventados por John Boyd Dunlop. Ahí sí, la bicicleta se volvió accesible, segura y eficiente. Pronto se convirtió en símbolo de libertad, especialmente para las mujeres, que encontraron en ella una forma de moverse sin depender de cocheros ni maridos. Desde entonces, la bicicleta no ha dejado de evolucionar: aluminio, carbono, cambios integrados, frenos de disco… pero su esencia sigue intacta: dos ruedas, un manillar, un sillín y la fuerza humana como motor. Cada pedalada que se da hoy arrastra siglos de intentos, errores y pequeños genios anónimos que un día decidieron que el mundo podía recorrerse de otra manera.
En las ciudades de hoy, donde el tráfico se atasca como si el tiempo hubiera decidido rendirse, la bicicleta sigue siendo una especie de rebelde silencioso. No hace ruido, no escupe humo, no necesita estacionamiento amplio ni gasolina. Solo necesita un camino, dos ruedas bien infladas y alguien dispuesto a moverse con sus propias piernas. Y aunque suene sencillo, esa simplicidad es justamente lo que la convierte en una de las herramientas más poderosas para aliviar la presión que el ser humano ha puesto sobre el planeta.
Cada vez que alguien elige la bici en lugar del coche para ir al trabajo, al mercado o a ver a un amigo, está evitando que varios kilos de dióxido de carbono se lancen al aire. A lo largo de un año, esos viajes suman cientos, incluso miles de kilómetros sin dejar huella más allá del roce de las llantas sobre el asfalto. Y no solo se trata de emisiones: al circular en bici, también se reduce la contaminación acústica, se alivia la congestión vial y se disminuye la necesidad de construir más carreteras o estacionamientos, esos enormes cementerios de metal que consumen espacio verde y generan islas de calor.
Pero más allá de los números —que siempre impresionan—, hay algo casi íntimo en la forma en que la bicicleta reconecta a las personas con su entorno. Quien va en bici huele la lluvia antes de que caiga, siente el viento cambiar de dirección, ve el amanecer sobre los tejados sin tener que mirar por un parabrisas empañado. Esa proximidad con el mundo real es, en sí misma, un recordatorio constante de por qué vale la pena cuidarlo. No se trata solo de moverse de un punto a otro; se trata de hacerlo sin destruir el camino. Y en una época en la que todo parece exigir más velocidad, más potencia, más consumo, la bicicleta ofrece una alternativa tan antigua como revolucionaria: avanzar sin dejar rastro.
Lo que separa a una ciudad donde la bicicleta es una opción real de otra donde sigue siendo un acto de valentía es, muchas veces, una simple línea pintada en el asfalto… o la ausencia de ella. No se trata solo de decirle a la gente que use la bici; hay que darle las condiciones para que lo haga sin arriesgar la vida. Y eso no nace de la buena voluntad de los conductores, sino de decisiones claras, sostenidas y bien pensadas por parte de quienes gobiernan.
Las normativas efectivas empiezan por reconocer a los ciclistas como actores legítimos del tráfico, no como estorbos sobre ruedas. Eso implica crear infraestructura física: carriles segregados donde sea posible, pasos seguros en intersecciones, señalización clara y mantenida. Pero también requiere una mirada más profunda: horarios coordinados en semáforos para que el flujo ciclista no se quede eternamente esperando, zonas de bajas emisiones donde el coche privado ceda terreno, y estacionamientos seguros cerca de centros de trabajo o transporte público.
Al mismo tiempo, no se puede ignorar el pulso de la ciudad. El tráfico es un organismo complejo, y meter una solución de tijeretazos sin planificación solo genera más caos. Por eso, las mejores políticas son las que buscan equilibrio: priorizar el transporte activo sin demonizar al automóvil, entender que lo que hoy es un carril exclusivo puede, con buena gestión del espacio, mejorar la fluidez general al reducir la cantidad de vehículos en hora pico. En ciudades donde se ha hecho bien —Copenhague, Ámsterdam, incluso Bogotá o Sevilla—, el resultado no ha sido el colapso, sino una redistribución más humana del espacio público.
Y, claro, ninguna normativa funciona si no va acompañada de educación vial real, no esa que se limita a multar, sino la que enseña desde la escuela que compartir la calle es un acto de respeto mutuo. Un conductor que entiende por qué un ciclista necesita espacio, un ciclista que respeta las señales, un peatón que no sale corriendo sin mirar… ahí está la clave. Porque al final, una ciudad segura para la bici no es una ciudad perfecta en el papel, sino una donde todos, de verdad, caben.
Montar en bici no es solo un derecho; también es una responsabilidad. Porque aunque la bicicleta sea ligera, silenciosa y no contamine, sigue siendo un vehículo que puede causar daño —a otros o a uno mismo— si se maneja sin cuidado. Y eso empieza desde lo más básico: usar un casco. No porque las leyes lo exijan siempre, sino porque el cráneo no tiene repuestos. Un tropiezo, un frenazo brusco, un conductor que no mira… basta un instante para que la caída deje secuelas. El casco no es un accesorio de competición ni una obligación impuesta desde arriba; es una forma mínima de respeto hacia uno mismo y hacia quienes esperan que uno regrese a casa entero.
Pero la seguridad no termina ahí. Un ciclista también debe entender que no todo espacio es suyo por el solo hecho de pedalear. Ir por la acera como si fuera una pista privada, ignorar los semáforos en rojo o lanzarse a toda velocidad por un sendero en el parque donde caminan niños, ancianos o perros sueltos no es libertad: es imprudencia disfrazada de costumbre. La bici permite moverse rápido, sí, pero eso no significa que haya que hacerlo sin mirar. En los parques, especialmente, hay que recordar que esos caminos no son una extensión de la carretera, sino espacios compartidos donde la prioridad es la convivencia, no la velocidad.
Respetar las señales, ceder el paso, usar luces en la noche, señalizar los giros con la mano… son gestos pequeños que, juntos, construyen confianza. Porque cada vez que un ciclista actúa con consideración, no solo se protege a sí mismo, sino que ayuda a cambiar la percepción de que los que van en bici son caóticos o irresponsables. Y eso, en una ciudad donde todos compiten por espacio, cuenta más de lo que parece. Al fin y al cabo, pedalear con responsabilidad no es andar con miedo, sino andar con conciencia: saber que cada movimiento en la calle tiene consecuencias, y que la verdadera libertad está en moverse sin hacer daño.
Como ya casi se acaba el número de caracteres de la caja de información, les dejo con la canción que le pedí a SUNO, esperando que esta publicación les haya servido, no solo como entretenimiento, sino que les haya aportado un poco, una chispa de contenido que genera valor.
🎵 🎶 🎶 🎶 🎵 🎼 🎼 ♬ ♫ ♪ ♩
Esta fue una canción y reflexión de viernes.
Gracias por pasarse a leer y escuchar un rato, amigas, amigos, amigues de BlurtMedia.
Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.
Saludines, camaradas "BlurtMedianenses"!!
